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martes, 4 de noviembre de 2014

Continúa el cortejo fúnebre del feminicidio en Bolivia

El órgano policial indica que en un lapso de cuatro meses se han producido más de 160 casos de feminicidios y agresiones violentas  a mujeres, lo que nos traslada a una impotencia e ira justificada.

 Es una estadística aproximada, pues los feminicidios no denunciados suman inexorablemente y deben bordear, sin presunción apocalíptica, los mil casos al año. Las denuncias de agresiones violentas a la mujer, que es el ser más importante de la creación, suman las 6.000 al año.

 Una de las principales causas de estos abominables ilícitos es la ausencia de eficaz   coacción y de penas ejemplarizadoras en nuestros códigos sustantivos y adjetivos. ¿Para qué sirven las leyes? ¿Para que haya orden en nuestra sociedad? ¿Para cumplirlas o para sancionar a la gente agresora? Las interrogantes se suman, pero no se halla respuesta tranquilizadora.

 ¿Por qué nadie hace nada al respecto? ¿Entonces para qué sirve la justicia si no se aplica el derecho y las leyes protectoras de la mujer? Cuando no defendemos nuestros derechos se pierde la dignidad y la dignidad no se negocia. Esta posición y tesitura es aplicable a todos los órdenes de la vida ciudadana, política, social, religiosa y familiar.

 La causa fundamental de este lacerante incremento de feminicidios, agresiones leves y violentas es la falta de formación investigativa y de aplicación correcta de las normas exigentes por parte de los operadores de justicia, que siguen actuando parcialmente en estos casos, protegiendo su esencia machista.

 A esto se suma la presencia inamovible de la corrupción, que causa un irreparable daño a la sociedad, a su seguridad y, lo que es peor, desestabiliza la majestad de la justicia, que es la estructura fundamental de cualquier país.

 La historia y la literatura son ricas en ejemplos de los celos, la expresión inequívoca de la inseguridad de la posesión. Otelo, con la obsesión del Moro que tiende a inducir a aborrecer el amor, y su falta de sentido crítico, se inclina a prestar atención a las sutiles y premeditadas insinuaciones de Yago, y su imaginación le crea una jaula en la que va a quedar prisionero, como un implacable felino en su fiereza.

 El celoso de imaginación duda sin pruebas, temiendo el engaño que hiere su amor propio y dignidad; el celoso de los sentidos, que supone o sabe, duda de la exclusiva posesión en el futuro y sufre de no poder olvidar lo que ha perdido, y más intensos son los celos del corazón que perdonan y siguen amando, decantando la conclusión de que a cada temperamento le corresponde un tipo distinto de celos.
Los celos difieren en cada individuo, pues nunca se equiparan el temperamento y la experiencia. El que ama como Werther, la excepcional creación de Goethe, no puede tener celos análogos a los que ama, como Don Juan. El inteligente, el tonto, el soberbio y vanidoso, el digno, el joven, el viejo celan de distinta manera; así,  cada celoso tiene los celos según su forma de amar.

 Ilustrativo para el lector es distinguir los celos de otras pasiones que le son parecidas. Suele denominarse amor a varios sentimientos que tienen raíces instintivas diversas y no presentan un homogéneo contenido afectivo.

 Con la misma imprecisión se denominan celos a varias  formas de egoísmo o de envidia. Los niños -se dice- celan a sus hermanos cuando les suponen preferidos. Los padres se celan entre sí cuando se concede a otros la confianza que cada uno ansiaría le estuviese reservada en exclusividad.

 Es en el amor propiamente dicho, en la afección entre personas de distinto sexo donde los celos expresan pasión desequilibrada y casi siempre dramática y conmovedora.

 Los celos del que ama con los sentidos sufre la pasión de los celos bajo otra forma, ya que objetiva las imágenes físicas de la infidelidad.

 Esta clase de celos tiene parte mayoritaria en el sentimiento de propiedad, en el amor propio; el daño causado irrita más que el temor de la pérdida de reputación y, si no puede perdonar, debe dejar de amar, pues seguirá atormentando a la persona que pretende seguir amando.

 Hoy convivimos con horror el incremento espeluznante de casos de feminicidio en Bolivia, que  tienen como causa o fundamento los celos imaginativos. El odio ciega a los hombres, su vanidad que les convierte en verdugos y en víctimas.

 Lo razonable a este inextricable tema sería que todo hombre sea digno y renuncie al amor de la persona cuya ilusión sentimental no ha podido preservar, por su acendrado machismo no superado y su afán de posesión. De lo contrario, está latente su potencialidad a la comisión de feminicidio.

 Por ello es un imperativo que la felicidad de los amantes se emancipe de los prejuicios egoístas que envenenan toda experiencia sentimental, dejando como corolario importantísimo el respeto profundo a la mujer que es el ser más importante de la creación. Ese respeto implica no agredirla ni con un pétalo de rosa…. expresado metafóricamente.
 
Publicado por Página Siete

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